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miércoles, 12 de septiembre de 2012

REPORTAJE. Engullidos por la urbe. Indígenas en la Ciudad de México*


Mario Alberto Reyes
Ilustración: Carlos Fernández
México DFseptiembre 10 de 2012.
Lejos de los paisajes campiranos y las localidades apartadas, las y los indígenas también viven en las grandes ciudades y enfrentan riesgos de salud sexual como cualquier otra persona. En la capital del país, las estrategias para prevenir el VIH/sida son incipientes. Ni siquiera existen datos oficiales para cuantificar la magnitud del problema.
 
Las lágrimas brotaron de inmediato cuando su padre le anunció que en una semana se casaría con Don Simón. Con tan sólo 13 años de edad,Cecilia no entendía bien el significado del matrimonio, lo único que le quedaba claro es que ya no estaría con sus padres y hermanos.
 
Esos siete días los sufrió intensamente. No paró de llorar. El temor a lo desconocido le provocaba una gran angustia. Nunca tuvo novio y tampoco conocía al hombre que días antes había pactado con su padre aquella boda.
 
Su vida al lado de Simón, un hombre mucho mayor, no fue muy distinta a la que llevaba en su casa. Los golpes y maltratos sólo cambiaron de ejecutor. El padre de Cecilia nunca fue amoroso, al contrario, ejercía violencia física contra ella, su mamá y sus hermanos, sobre todo hacia las mujeres. “¡Eres una cualquiera!” escuchaba una y otra vez cuando ni idea tenía del significado de esa palabra.
 
Originaria de la región mazateca de Oaxaca, Cecilia relata a Letra S que tras dos años al lado de Simón decidió escapar hacia el Distrito Federal. Durante ese tiempo tuvo una hija a quien encargó con uno de sus hermanos para ir en busca de dinero y un mejor futuro.
 
Al llegar a la capital del país pronto fue envuelta en el trabajo sexual. Lo ejerció durante siete años… hasta que le detectaron VIH/sida. “Varias veces se me rompió el condón, no sabía usarlo”, dice con un español en evidente aprendizaje. Nunca había ido a la escuela. Ahora, con 30 años de edad, es promotora de la salud sexual y está aprendiendo “a leer y a hacer cuentas” porque quiere ser “enfermera dentista”.
 
El caso de Cecilia ilustra el impacto que la epidemia ha tenido en la población indígena de México, tema que de acuerdo con Patricia Ponce, investigadora del Centro de Investigaciones y Estudios Superiores en Antropología Social (Ciesas-Golfo), carece de indicadores específicos debido al desinterés gubernamental en generar un registro epidemiológico que plantee la variable étnica de los afectados.
 
“El desinterés no es sólo del gobierno, sino también de la sociedad civil y está relacionado con la visión de los académicos, especialmente de los antropólogos, de considerar a los indígenas como asexuados, que sólo tienen relaciones sexuales para reproducirse y que al interior de sus comunidades no existen las relaciones homoeróticas”.
 
Y es que en México, el Centro Nacional para la Prevención y el Control del VIH/sida (Censida), carece de datos específicos que reflejen la situación de la epidemia en todos y cada uno de los 62 grupos etnolingüísticos que habitan el territorio nacional.
 
A pesar de que en su página electrónica el Censida informa que al 30 de julio de este año en México se han acumulado 157 mil 529 casos del VIH y de que ofrece un amplio panorama epidemiológico, ninguno de sus análisis registra lo que ocurre en las poblaciones originarias.
 
Al respecto, Ponce Jiménez, con doctorado en Ciencias Sociales, menciona que de acuerdo con las pocas investigaciones hechas por académicos en conjunto con la Comisión Nacional para el Desarrollo de los Pueblos Indígenas en los estados de Jalisco, Sonora, Chihuahua, Nuevo León, Quintana Roo, Chiapas, Tabasco, Veracruz y Yucatán, estas comunidades concentran altos grados de desconocimiento y desinformación sobre la epidemia.
 
“En 2009 poco más de 70 por ciento de los entrevistados aún creía que a través de la picadura de un mosquito se podía adquirir el VIH y pensaba que es una enfermedad de homosexuales, aunado a la persistencia de mitos como el referente a que si se tienen relaciones sexuales desprotegidas y al terminar se hace un lavado de vagina, entonces la infección no es posible”.
 
Discriminación social
 
Aunque Cecilia –cuya pequeña y esbelta silueta le ha valido que sus compañeros de trabajo le apoden “La Chiquis”-, nunca experimentó actos discriminatorios por parte de sus amigos y trabajadoras sexuales, sí los vivió en la Clínica Especializada Condesa cuando Carmen Soler fungía como su directora. Ahí continúa atendiéndose.
 
En ese entonces, el español de Cecilia era casi nulo, sólo entendía y hablaba mazateco. Ahí, asegura, los médicos le dieron los medicamentos a “regañadientes”.
 
“Alegaban que para qué se lo daban sino se lo iba a tomar, que no entendía, que era una indígena. Cuando escuchaba eso sentía que me jalaban los cabellos”, recuerda indignada Elvira Madrid, activista y presidenta de la organización civil Brigada Callejera de Apoyo a la Mujer, a cuyas oficinas había llegado “La Chiquis” pesando sólo 20 kilos y quien la auxilió en ese tiempo.
 
No obstante los duros momentos, Cecilia la ha pasado mejor que otros indígenas del país afectados por la epidemia si se toman en cuenta los datos obtenidos por Ponce Jiménez en estados como Jalisco y Yucatán, donde a quienes viven con VIH los expulsan del entorno familiar y comunitario.
 
“Detectamos que en algunas comunidades a los indígenas los abandonan en los llamados ojos de agua o son encerrados en una especie de chiqueros donde los alimentan con largas palas para evitar tocarlos. En ambos casos logramos rescatarlos y trasladarlos a albergues”.
 
Invisibilización, construcción de la diferencia y racismo oficial
 
En el ámbito internacional naciones desarrolladas como Canadá, Estados Unidos y Australia ya recogen datos epidemiológicos con un enfoque de etnicidad, en tanto que Botswana, República del Congo, Namibia, Tanzania, Dinamarca y Nueva Zelanda, se encuentran en este proceso.
 
De acuerdo con el Plan Estratégico Internacional sobre VIH/sida para Pueblos y Comunidades Indígenas: 2011-2017, elaborado por el Grupo de Trabajo Indígena Internacional, la principal vía de transmisión del virus en estas poblaciones es la sexual aunque otras como el uso de drogas inyectables, ejercicio del trabajo sexual, situación de encarcelamiento, violencia sexual, estigma y discriminación van a la alza.
 
El documento alerta sobre un “impacto negativo” en los países que no recopilan datos sobre la epidemia desde una perspectiva étnica.
 
“El impacto resultante implica una brecha no sólo en los datos, sino también en la prevención, investigación, atención, tratamiento y apoyo. Además, se ha sugerido que la historia de la discriminación sistémica y el racismo que las personas indígenas de todo el mundo han experimentado, agrava el efecto de esta brecha en la recopilación de datos y el consecuente impacto en la salud de los pueblos indígenas”.
 
Para Guillermo Núñez Noriega, doctor en Antropología Cultural por la Universidad de Arizona, la construcción de la diferencia étnica inicia en espacios públicos como la escuela o el trabajo. “La noción de ser indígena no emerge en la experiencia como una autodefinición transmitida por la familia, sino como una experiencia de ser identificado por otros como tal. Dicha identificación se vive como una experiencia de desigualdad, humillación y minusvalía”.
 
En su libro Vidas vulnerables. Hombres indígenas, diversidad sexual y VIH/sida, Núñez Noriega apunta que los discursos y prácticas racistas de agentes mejor posicionados en los ámbitos étnico, económico y político marcan al otro como diferente a partir de una lengua que los identifica como portadores de rasgos de inferioridad étnica.
 
Sobre esto, “La Chiquis” no la ha tenido fácil desde hace ocho años. Un desmayo sobre la calle de Anillo de Circunvalación alertó sobre la debilidad de su sistema inmune. Sus compañeras la llevaron al Hospital Gregorio Salas, donde atendían a trabajadoras sexuales. Ahí estuvo una semana. Al no ver mejoría, Brenda, una de sus compañeras, burló la vigilancia y la sacó para llevarla con Elvira Madrid, quien le aplicó la prueba rápida de detección del VIH con resultado positivo. Tras enfrentar a la burocracia del Hospital Juárez, fue admitida y ahí se recuperó.
 
Cecilia narra que en octubre de 2011, una de las infectólogas que la atienden en la Clínica Condesa le avisó que ya no tomaría medicamentos antirretrovirales “porque estaba bien y me veía muy bonita”.
 
“Le pregunté ¿cómo sabe que estoy bien? ¿se metió en mi cuerpo o qué? Quería que firmara un papel y no quise. Yo no sabía leer ni escribir porque en el pueblo mi mamá decía que la escuela era sólo para los hombres”. Temerosa llamó a Brigada Callejera, le advirtieron no firmar papel alguno.
 
Se trataba, asegura Jaime Montejo, coordinador de comunicación de esa organización civil, de un protocolo médico en el que algunas mujeres, principalmente indígenas, dejarían de tomar sus medicamentos para después hacer un análisis comparativo con aquéllas que no interrumpirían su tratamiento.
 
El activista agrega que la discriminación ejercida hacia los indígenas es tan fuerte que muchos de ellos cuando llegan a los consultorios médicos ponen su ropa y pertenencias en el suelo “para no ensuciar el lugar”.
 
Para Núñez Noriega y Ponce Jiménez, las ideologías racistas, sexistas y clasistas que dominan al Estado mexicano impiden poner en marcha políticas públicas adecuadas e incluyentes para estos pueblos. Aunque recuerdan que en el imaginario colectivo el tema comenzó a tomar fuerza a raíz de la aparición de dos movimientos sociales: el de la diversidad sexual y a la aparición del Ejército Zapatista de Liberación Nacional ocurrida en 1994.
 
Activismo clasista y tímido
 
Sobre el escaso trabajo hecho por la sociedad civil, Elvira Madrid y Jaime Montejo lo atribuyen a que de este tema los activistas no obtienen “habitaciones en hoteles de cinco estrellas, transporte en avión, comidas en buenos restaurantes. Por ser una población que no produce beneficios económicos nadie la mira”.
 
El activismo en este rubro es incipiente, vacilante y tímido. En el sureste del país la Red Juvenil en Respuesta al VIH hace poco tiempo inició trabajo de prevención de la epidemia con los pueblos mayas de la Península de Yucatán, buscan llenar los vacíos generados por las autoridades estatales y federales.
 
En Veracruz, el Grupo Multisectorial VIH/sida, encabezado por Patricia Ponce se esfuerza por empoderar a la población indígena de esa entidad, mientras que en el Distrito Federal, la organización Infancia Común implementa proyectos que ocasionalmente advierten sobre el VIH a los indígenas de los barrios populares capitalinos.
 
“Parecía una tablita pero no me morí”
 
Actualmente, “La Chiquis” ya no ejerce el trabajo sexual, es promotora de la salud, comparte su experiencia con sus ex compañeras, tiene a su “viejo” y se dice “terca” para seguir estudiando.
 
“Cuando alguna de ellas sale infectada y empieza a chillar le hablo de lo que yo sentí. Le digo que si se toma sus medicamentos va a estar bien, que coma para que no esté flaca como yo que parecía una tablita, un palo. Que no me pasó nada… que no me morí”
 
“La Chiquis”, puede considerarse afortunada, está saliendo adelante gracias al apoyo proporcionado por Brigada Callejera… No todos los indígenas cuentan con este respaldo para soportar lo que Guillermo Núñez Noriega sentencia como “las ideologías y prácticas discriminatorias de tipo racista de amplios sectores de la población y del Estado mexicano que los colocan en situaciones cotidianas de exclusión, desinterés, negación, desprecio y marginación”.
 
*Publicado en el número 194 del Suplemento Letra S del periódico La Jornada el jueves 6 de septiembre de 2012
 
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