Un millón en las calles
En el gigante sudamericano, las mayores manifestaciones en 29 años
La falta de dirección y organización favorece a los sectores más conservadores
Grupos infiltrados imponen el desorden en las movilizaciones pacíficas
Río de Janeiro fue una de las casi 100 ciudades donde se realizaron ayer protestas multitudinarias. En Ribeirao Preto un manifestante murió tras ser arrolladoFoto Reuters
Un manifestante es sometido durante la protesta en Río de JaneiroFoto Ap
Eric Nepomuceno
Especial para La Jornada
Periódico La Jornada
Viernes 21 de junio de 2013, p. 2
Viernes 21 de junio de 2013, p. 2
Río de Janeiro, 20 de junio.
Las cuentas no coinciden, pero giran entre los que dicen que han sido más de un millón de personas en las calles de todo el país y los que dicen que han sido poco menos. En fin: ha sido la más espectacular (y peligrosa, y contradictoria) manifestación popular de Brasil en los últimos 29 años, desde las formidables marchas exigiendo el retorno de las elecciones libres para presidente, en 1984. Ni siquiera la movilización para defender la suspensión parlamentaria del corrupto presidente Fernando Collor de Mello, en 1992, logró atraer tanta gente en tantas calles de tantas ciudades en Brasil.
¿Por qué peligrosa? Porque la falta de dirección y organización favorece a los sectores más conservadores, que siempre tienen la imagen de vandalismo para justificar su argumento de que es necesario imponer represión para reponer el orden. ¿Por qué contradictoria? Porque en toda esa espectacularidad resalta lo obvio: el divorcio entre los canales democráticos de diálogo y negociación y el descontrol de grupos que se infiltran en manifestaciones pacíficas para imponer el desorden.
Esta noche, terminó en duros conflictos la mayor manifestación colectiva de los últimos 29 años en Brasil. En Sao Paulo han sido más de 100 mil. Río reunió 300 mil. Hubo otros 50 mil en Porto Alegre, 30 mil en Brasilia, 100 mil en Recife, 20 mil en Salvador. Por la noche lo que había en Porto Alegre y Brasilia, Belem y Río de Janeiro, eran escenas de batalla callejera.
En el municipio de Ribeirao Preto murió un manifestante tras ser arrollado. Las protestas en todo el país han dejado unas 90 personas heridas.
Los violentos incidentes ocurrieron un día después de que los alcaldes de Sao Paulo, de Río y de otras 12 ciudades del país anunciaron que daban marcha atrás en el aumento de los pasajes del transporte público.
Ese incremento fue lo que originó, hace dos semanas, las primeras manifestaciones en Sao Paulo. Al principio fueron marchas limitadas, sin mayor consecuencia, realizadas por jóvenes.
El jueves 13 la policía militar de Sao Paulo actuó con una truculencia que no se veía desde los tiempos de la dictadura. Ha sido la estopa para que la ola de protesta avanzara por todo el mapa brasileño.
La actuación salvaje de la policía militar de Río volvió a alcanzar su auge alrededor de las nueve de la noche, cuando una brigada de motociclistas de esa corporación disparó balas de goma contra manifestantes que estaban en la puerta del hospital Souza Aguiar buscando noticias sobre los más de 20 heridos que habían sido conducidos para la emergencia.
No hay registro en la memoria, ni siquiera en tiempos de la dictadura, de que fuerzas policiales lanzasen gas lacrimógeno en un hospital público. El gobernador de Río, Sergio Cabral, se mantuvo en silencio.
Lo que se puede concluir de todo eso es la falta absoluta de control tanto de los que convocan las movilizaciones como principalmente de parte de las fuerzas de seguridad. Hubo una tensa repetición de acontecimientos: las marchas empiezan de manera pacífica y razonablemente organizada, hasta que los manifestantes se acercan a edificios públicos. Ha sido así en la asamblea legislativa de Río el lunes, o el palacio de gobierno en Sao Paulo, o el Congreso nacional en Brasilia. Este jueves todo eso se repitió.
Este jueves el trayecto a ser recorrido fue previamente combinado con la policía. En Sao Paulo hubo algunos incidentes, cuando grupos portando banderas del PT o de la Central Única de Trabajadores fueron expulsados de la protesta. Los que convocaron la marcha habían advertido claramente que no serían admitidas banderas o camisetas partidarias o de organizaciones sindicales o estudiantiles.
Hasta las siete de la noche sólo habían sido registrados enfrentamientos al principio de la tarde en Salvador de Bahía, cuando manifestantes intentaron acercarse al estadio donde se disputan partidos de la Copa Confederaciones.
Al anochecer todo cambió. Frente a la alcaldía de Río hubo una refriega entre los propios manifestantes. Explotaron morteros, y la tropa de choque de la policía empezó a disparar bombas de efecto moral y de gas lacrimógeno. En poco menos de media hora la situación escapó totalmente del control.
En Brasilia ocurrió algo similar: manifestantes intentaron romper la barrera policial que impedía que entrasen al Congreso, y empezaron los enfrentamientos. Alejados del Congreso, los manifestantes intentaron invadir el palacio de Itamaraty, sede del Ministerio de Relaciones Exteriores, una de las más bellas obras de Oscar Niemeyer. Escenas de vandalismo de un lado; la dura acción policial de otro.
En Sao Paulo, curiosamente, no hubo ningún enfrentamiento entre manifestantes y fuerzas de seguridad. La ciudad que vio nacer las manifestaciones asistió a una tranquila conmemoración de poco más de 100 mil personas.
Queda por ver cuáles serán los desdoblamientos de esas jornadas. La exigencia inicial fue alcanzada. Pero el pliego de peticiones engordó mucho a lo largo de esos días. Ahora se exige educación pública de calidad, una atención pública de salud que no sea tan ofensiva, transporte público a precios razonables y mucho más.
Llama la atención la inercia de los partidos políticos. Es verdad que Dilma Rousseff hizo un contundente pronunciamiento, advirtiendo sobre la necesidad de que los gobernantes oigan la voz de las calles. Pero ningún dirigente político, ningún parlamentario de relieve, nadie logró salir del estupor provocado por la velocidad con que esas manifestaciones crecieron.
Ni siquiera el PT, partido nacido de manifestaciones populares, supo qué hacer. Ayer intentó sumarse a los manifestantes en Sao Paulo. Sus militantes fueron rechazados. Queda la pregunta: ¿los partidos ya no representan a nadie? Y otra: ¿hasta qué punto los políticos están desmoralizados junto a la opinión pública? Y otra más: ¿no hay cómo controlar la acción truculenta de la policía?
Es imposible prever cuáles serán los pasos siguientes. O prever hasta cuándo los políticos mantendrán su silencio. Pensándolo bien, ¿tendrán algo a decir?
La primera conclusión es que los alcaldes, especialmente el de Sao Paulo, Fernando Haddad, llevaron demasiado tiempo hasta tomar una decisión política, es decir, cancelar el aumento del pasaje de autobús. Prefirieron una visión contable, tecnócrata, en una muestra evidente de insensibilidad e inhabilidad. Eso, para no mencionar los vínculos poco mencionables entre esos empresarios y la clase política.
Las escenas de vandalismo fueron provocadas claramente por pequeños grupos. No se debe descartar la presencia de infiltrados, cuya misión sería precisamente provocar la reacción descontrolada de una policía formada en tiempos de la ‘doctrina de seguridad nacional’ de la dictadura militar. Es decir: cuando no hay control alguno tanto de quien organiza como de quien tiene la responsabilidad de asegurar el derecho constitucional de manifestar opinión, lo que se ve es lo que se vio hoy.
Mientras, la clase política permanece atónita. Es como si nadie supiese la extensión de la distancia que separa los políticos profesionales de la realidad del país.
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