José Guadalupe Sánchez Suárez*
Raúl Vera López, obispo de Saltilo, Coahuila
México DF, enero 10 de 2013.
Hace 25 años, el Papa Juan Pablo II hizo obispo al fraile dominico José Raúl Vera López con una intención tan clara como turbia: que fuera el inquisidor de una Iglesia autóctona construida a la intemperie por los pueblos originarios chiapanecos al amparo del Tatik Samuel Ruiz.
Quería que fuera la estocada final de una intensiva estrategia contra el “alarmante” efecto de la teología de la liberación en aquella porción de la Iglesia mexicana, y que ya había funcionado en otros estados como Chihuahua, Oaxaca y Morelos, donde la intromisión de obispos conservadores ciegamente fieles a las órdenes vaticanas había, cuando no destruido, al menos detenido el avance de este “cáncer marxista” extendido ya en muchas partes de la iglesia católica latinoamericana y caribeña.
Pero algo salió mal. Por un grave error de cálculo eclesiástico, o una certera acción divina, según se prefiera, este elocuente religioso decidió seguir otras órdenes que las del obispo de Roma a quien juró plena obediencia.
Primero obedeció a los indígenas, mujeres y hombres de profunda fe y compromiso donde no encontró herejía alguna ni nada contrario a una auténtica tradición cristiana; luego escuchó a las mujeres, las más de las veces sin voz en las iglesias y en la sociedad; después a los trabajadores explotados, luego a las viudas y los huérfanos, de paso a los migrantes, ahora las comunidades en resistencia, también a homosexuales que le abordaron en el camino, y en todo el trayecto, a defensores y defensoras de los marginados y explotados, haciéndose uno más con ellas y ellos; por último, lo buscaron los no-creyentes y lo hicieron apóstol de los gentiles.
En todo el camino, por inusitado que parezca, nunca dejó de ser pastor: obispo de puertas abiertas en una institución religiosa de puertas cerradas, con corazón humano en medio de un episcopado de corazón de piedra, presente en el mundo y en la historia al margen de una Iglesia ausente de ellos, profeta de la justicia en una jerarquía cómplice de la injusticia. Obispo en resistencia dentro de una iglesia reticente.
Su labor incomoda tanto a las altas jerarquías católicas de México y del Vaticano, como a las altas esferas del poder político; y mientras las primeras no han encontrado en dos décadas y media razón ética, teológica o canónica suficiente para destituirlo, a las segundas no les hace falta para un día de estos borrarlo del mapa, lo cual pone su vida en todo momento al borde del peligro.
¿Qué mantiene con vida a este profeta del desierto? No ciertamente su condición de obispo ni el de hecho inexistente apoyo institucional de la Iglesia que representa: sus hermanos obispos no lo apoyan y los sacerdotes de su diócesis no pueden (o no quieren) seguirle el paso, mientras fray Raúl intenta seguirle el paso a la historia.
En medio del riesgo cotidiano, lo mantiene con vida más bien su reconocimiento internacional como defensor de derechos humanos, pero sobre todo la cercanía física y emocional de a quienes él ha entregado sus años de trabajo pastoral, que le han creado una invisible catedral protectora más allá de los límites de su diócesis en Saltillo, Coahuila, y de la Iglesia católica mexicana; en reciprocidad a su presencia solidaria con todas las luchas justas de este país y de otras latitudes, quienes luchan y resisten están siempre acompañándolo y nunca está solo.
Consciente de que del poder jerárquico que caracteriza a la Iglesia y al Estado sólo puede venir la opresión y exclusión, Raúl Vera ha decidido resistir contracorriente desde otro lugar y desde otra actitud. Con pasión y ternura camina al lado de los pueblos, de los débiles que construyen otro mundo posible y otra Iglesia posible desde la paz, la justicia y la equidad, derribando las fronteras que nos dividen para construir una casa común, para todas y todos, y para la naturaleza.
Ahora, en su jubileo episcopal, los pueblos caminan con él, le acompañaron por breves días (del 4 al 6 de enero de este año) en un Saltillo envuelto en la niebla, el frío intenso y un ambiente de violenta inseguridad al comienzo de un año también de brumoso destino para nuestro país; le acompañan de muchas latitudes, creencias e increencias para mostrarle su afecto, y para decir que aún en medio de la intemperie y el desasosiego la esperanza vive y la dignidad es posible y necesaria para todas y todos, especialmente los más pobres.
En la primera mañana de esta entrañable celebración, que contó con la presencia y palabra de los conocidos teólogos Jon Sobrino y Jesús Espeja, en su momento, la sacerdote anglicana Emilie T. Smith, quien comparte con don Raúl la presidencia delServicio Internacional Cristiano de Solidaridad con los pueblos de América Latina (SICSAL) y el riesgo cotidiano de las amenazas de muerte, habló para agradecer al obispo que sea terremoto para las estructuras de la iglesia católica; lo es también para las estructuras del poder opresor; ¿lo será para la conciencia de muchas y muchos que viven en el miedo, el silencio o la indiferencia?
Ojalá así sea y que el ejemplo de fe y resistencia de este bienhumorado fraile, junto al de muchas y muchos, provoque la confluencia urgente en torno a la revolución necesaria en este país sumido en la desigualdad y la violencia.
*Integrante del Centro de Estudios Ecuménicos y del Observatorio Eclesial
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