Carlos Bonfil
Antes de 1869, año en que se acuña el término clínico de homosexualidad para el deseo erótico cuyo objeto es una persona del mismo sexo, dicha atracción había conocido múltiples denominaciones –inversión, uranismo, sodomía–, cada una aproximativa y azarosa, ninguna de ellas interesada en reglamentar social y científicamente el deseo. Lo que propone el escritor italiano Paolo Zanotti, profesor de literatura en la Universidad de Bolonia, en su libro Gay, la identidad homosexual de Platón a Marlene Dietrich, es un recorrido histórico por la construcción de lo que hoy llamamos una subcultura gay. El título original del libro también sugiere una crónica amena y documentada de “cómo fue inventada la identidad homosexual”.
La primera exploración la hace Zanotti en la Grecia clásica, una cultura donde los hombres que creían poseer un alma noble y un carácter viril, buscaban como objeto de placer sexual a sus semejantes, es decir, a otros hombres dueños de cualidades parecidas. Como lo señala Michel Foucault en su Historia de la sexualidad, los roles sexuales actuales de activo y pasivo tuvieron entonces una connotación distinta. El hombre activo era el iniciador de los adolescentes a un mundo de la sexualidad que era también un mundo de madurez y de sabiduría; como las mujeres, el efebo debía ser sexualmente receptivo y no había en ello demérito alguno, solamente la pasividad adulta era objeto de condena social.
La tiranía de los roles sexuales
De acuerdo con el autor, en la era moderna la condena de la homosexualidad pasa por la reprobación de toda conducta capaz de menguar las cualidades intrínsecas al varón en la sociedad burguesa. Una de ellas es esencial: el control de las pasiones. El comportamiento viril idóneo se construye con prohibiciones nuevas: el hombre no debe llorar ni manifestar debilidad de carácter, no debe ceder a la coquetería en el vestir ni tampoco en el arreglo personal.
Contrariamente a la mujer, determinada desde su nacimiento por su sexualidad y por las funciones biológicas y sociales que con ella se relacionan, el hombre tiene la posibilidad y el deber de controlar sus impulsos sexuales con el fin único de “ganarse la anhelada identidad viril”. Zanotti reproduce la sentencia: “Mujer se nace, hombre se hace”.
El varón que transgrede estas prohibiciones y se identifica con el sexo opuesto se coloca de inmediato como un renegado de su propio sexo y por lo mismo un paria digno de reprobación. Y añade el autor: “La prohibición del sexo entre hombres trae consigo otra importante novedad: la desconfianza hacia la amistad masculina. La intimidad entre dos hombres será fuente de una angustia creciente: a partir de 1770, por ejemplo, los chicos de los colegios ingleses ya no podrán compartir cama”.
La relectura de la historia de las civilizaciones a través del entendimiento de la sexualidad como una construcción social es el objeto de la llamada teoría queer, y es precisamente este marco teórico el que aborda Zanotti sin abusar de jergas académicas, para señalar que la homosexualidad es ante todo una construcción moderna donde el poder, encargado de reprimir los placeres, tiene paradójicamente la posibilidad de producirlos.
El dandismo, una matriz de las nuevas identidades
En la antigüedad las grandes ciudades (Atenas y Florencia, destaca el autor) fueron núcleos que facilitaron la diversificación de las sexualidades, los lugares en que se forjaron los primeros estereotipos de la identidad gay. En el siglo XIX la figura del dandy, ese artista empeñado en hacer de su vida una obra de arte (el Oscar Wilde de El retrato de Dorian Gray, el J.K. Huysmans de A contracorriente), vuelve la mirada a un pasado que glorifica el artificio y las posturas trágicas, el culto de la sensibilidad extrema y el goce de iconos del sufrimiento como la figura de San Sebastián.
En la reivindicación hay un rechazo tajante de reglamentar la vida privada y del utilitarismo de una sexualidad fincada en la procreación. Un dandy, recuerda Zanotti, es un ser ocioso, elegantemente frío y estéril, alérgico al trabajo. Un ser como Des Esseintes, el dilettante en la novela A contracorriente: “un tipo degenerado de clase alta: último vástago de una estirpe ilustrada venida a menos, con un sistema nervioso al límite del agotamiento después de una serie de experiencias juveniles en busca de los placeres más extravagantes, especialmente sexuales”. El personaje descrito tiene a menudo un fin trágico, en la cárcel o en un lecho de hospital, o termina, como el autor Huysmans, orillado a elegir entre el misticismo o el suicidio.
El dandismo provocador tiene larga vida en Europa y no son pocos los invertidos que en él encuentran su primer modelo de identificación exaltada. Luego de un aparente ocaso a raíz de revoluciones del siglo XX, y del prolongado dominio de una medicalización represiva, con los embates de la interpretación psicoanalítica y su entronización del Edipo y de la culpa, la sensibilidad homosexual es de nuevo reivindicada por la cultura pop y en 1964 la escritora estadunidense Susan Sontag le brinda un sustento teórico en sus Notas sobre el Camp. Lo que en un inicio es un arma defensiva de las minorías sexuales, se transforma en elemento importante de una identidad homosexual crecientemente integrada a la cultura de masas.
Mente sana en un cuerpo de gimnasio
En los años setenta el cineasta Pier Paolo Pasolini reivindica el carácter declaradamente subversivo del deseo homosexual. Según su apreciación, las relaciones homosexuales no conllevan de modo espontáneo una lógica de reciprocidad, y el deseo polimorfo se expande como una vegetación venenosa que permea todas las capas de la sociedad burguesa (Teorema, 1968). Los encuentros son fortuitos, clandestinos, sin vocación de trascendencia. Son ilegítimos y oscuros, como en una novela de Jean Genet, y requieren de la complicidad secreta de sus iniciados en baños de vapor, en mingitorios macilentos o en los cuartos oscuros de los bares.
Con la aparición del sida, la epidemia que perturba a las buenas conciencias, se opera una metamorfosis en la identidad y cultura del hombre gay, quien procura dar de sí mismo una imagen más sana, busca la aprobación social y la inserción a la vida cívica a través de la conquista de nuevos derechos, entre ellos el del matrimonio.
Dice Zanotti: “A partir de los años ochenta este ideal se difunde en todo el universo masculino y el hombre gay se convierte en su prototipo perfecto: el gay con cuerpo de gimnasio, hedonista y con un buen empleo, es el ejemplo más perfeccionado del macho actual, y el mercado enseguida se hará eco de ello. La imagen del antiguo dandy aferrado a una juventud irreal se ha sustituido por la del gay joven y saludable; lo que supuso que a los no tan jóvenes (por ejemplo, Foucault) les costara reconocerse en esta nueva identidad”.
La construcción de esta identidad homosexual tiene como contraparte obligada una estrategia que consiste en desmontar los mitos, fetiches y prejuicios en torno a una minoría sexual que al cabo de siglos de discriminación y estigmas, aún reserva al mundo circundante de las mayorías, revelaciones siempre sorprendentes.
Paolo Zanotti, Gay, la identidad homosexual, de Platón a Marlene Dietrich (Turner, Fondo de Cultura Económica, 2010)
*Publicado en el número 174 del Suplemento Letra S del periódico La Jornada el jueves 6 de enero de 2011
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